Enrique Galván-Duque Tamborrel
Los últimos rayos de luz asomaban por encima de los edificios y templos de la ciudad de México. Caía la noche del 24 de febrero de 1913 y la capital de la república comenzaba a recuperar su tranquilidad habitual después de los violentos combates de los últimos días. En el ambiente aún se respiraba un macabro olor a muerte. Por la mañana, el pueblo reunido en el panteón Francés de
La violencia de la semana anterior había dejado a oscuras varias calles de la ciudad que durante días fueron iluminadas con pilas de cadáveres envueltos en llamas --medida tomada para evitar el brote de alguna epidemia--. La bandera de la traición ondeaba en el asta del Palacio Nacional y los sublevados, encabezados por Félix Díaz y Manuel Mondragón festinaban la caída del régimen maderista en compadrazgo con Victoriano Huerta, el nuevo presidente de la república.
Para la familia Madero el difícil trance no terminaba aún. Seis días tardaron en saber dónde se encontraba el cadáver de Gustavo Madero, hermano menor del presidente extinto, asesinado brutalmente la noche del 18 de febrero. Durante el entierro de don Francisco un alma caritativa se apiadó de la familia y les informó que el cuerpo de Gustavo había sido hallado a flor de tierra en la plaza de
Luego de varias gestiones ante el presidente Huerta y el general Manuel Mondragón, los restos de Gustavo fueron entregados a sus deudos con la condición de que "sería enterrado calladamente, sin la concurrencia de amigos y menos aún, de fotógrafos y periodistas". El licenciado Alberto J. Pani --amigo del infortunado hermano de Madero-- recuperó un pedazo de camiseta con las iniciales G.A.M. y su ojo de esmalte --aquel que le fue arrancado con una bayoneta momentos antes de su muerte--, lo cual permitió la identificación del cadáver.
"Nadie tenía esperanza de que [encontraran sus restos] --escribió Ángela Madero-- porque sus verdugos decían que no lo entregarían nunca, pero
Muy poca gente asistió al entierro de Gustavo. Su cuñada, Elena Villarreal envió dos crucifijos; uno fue colocado en el cuello del difunto; el otro acompañó al féretro en el cortejo que partió del panteón de Dolores y terminó en el panteón Francés. Doña Mercedes, madre de los hermanos asesinados, había reservado una fosa para Gustavo junto a la tumba de Francisco. Sabía que tarde o temprano su cuerpo sería encontrado, y por sobre todas las cosas deseaba que sus hijos permanecieran unidos en la paz de los sepulcros. Así habían vivido. Ambos escribieron sus propias historias, pero el destino entrelazó sus vidas desde la infancia, a través de los años de juventud, en la revolución de 1910, en la arena democrática y finalmente los entregó a la muerte. Ambos cayeron cuando fracasó el primer intento por establecer la democracia en México.
Madero versus Madero
Quizá la parte menos conocida de la relación entre Gustavo y Francisco Madero, es su distanciamiento durante los últimos meses del régimen maderista. Una serie de desatinos y malas decisiones tomadas por el presidente Madero al ocupar el poder, precipitaron la caída de su gobierno y arrastraron a la muerte a Gustavo. Resulta paradójica que si Madero confió plenamente en su hermano desde su primera experiencia política en 1905, durante la campaña democrática de 1909 y 1910 y en la revolución, al llegar a la presidencia desestimara los consejos de Gustavo que, desde el Congreso, intentaba impulsar las reformas revolucionarias.
El distanciamiento del presidente Madero con sus diputados resulta difícil de explicar, más aún por la presencia de Gustavo en
Sin embargo, el problema de fondo fue la incorporación de miembros de la familia Madero en el gabinete. No por las sospechas y rumores que despertaron los nombramientos --aunque Madero solía justificarse diciendo: "es que a estos los conozco y sé que no van a robar"--, ni por los ataques de la prensa, sino por su abierta y conocida oposición a la revolución mexicana.
Gustavo no vio con buenos ojos la designación de su tío Ernesto Madero Farías como secretario de Hacienda, y la de su primo Rafael L. Hernández, primero como secretario de Fomento y luego como titular de la cartera de Gobernación. No dudaba de su capacidad o de su honestidad, pero tenía presente que ninguno de los dos apoyó la campaña democrática de 1909 y mucho menos el movimiento armado de 1910, ambos criticaron la decisión tomada por Francisco de recurrir a las armas.
Ernesto Madero y Rafael L. Hernández habían sido leales al régimen de Porfirio Díaz y tenían un sinnúmero de amistades dentro de la clase política. Gustavo "franca y abiertamente reprobó sus nombramientos". No podía olvidar que a finales de febrero de 1911, Ernesto Madero había intentado mediar entre el gobierno porfirista y los revolucionarios donde la mejor parte la llevaría el régimen del dictador, ya que pidió a Francisco deponer las armas y acogerse a la amnistía, a cambio de lo cual, Limantour sería vicepresidente y el propio Ernesto, ministro de Hacienda.
Aquella propuesta le había parecido verdaderamente oprobiosa, e indignado escribió entonces a su esposa: "Si se supone que Ernesto es de los nuestros ¿cómo es que nada ha hecho por la revolución? A mí me da rabia que vengan resultando con semejante 'batea de babas'. Necesitábamos ser unos niños, como creían que éramos, para aceptar una transacción de esa naturaleza. Si hubiéramos sido de la calaña de ellos, habríamos consentido en ir a rendir homenaje al déspota y hace mucho tiempo que en compañía de ellos estaríamos chupando la sangre de la nación. A nosotros nos sobra lo que a ellos les falta: vergüenza y patriotismo".
Por momentos, Gustavo se veía a sí mismo remando contra corriente. La ingenuidad de su hermano podía ser exasperante, su falta de realismo político lo asustaba. Confiaba por igual en amigos y enemigos, pero se alejaba de los primeros y acogía a los segundos. Sus familiares en el gabinete fueron leales a Panchito --el sobrino y el primo--, pero no al presidente y mucho menos a la revolución. Desde el gabinete obstaculizaron todo tipo de reformas y protegieron a sus viejos amigos porfiristas.
Madero prefirió el espíritu conservador de su tío Ernesto y su primo Rafael, al ánimo revolucionario y aguerrido de Gustavo. De nada valieron los años de lealtad incondicional, de apoyo irrestricto, de penas compartidas. Sin chistar, el presidente se entregó a los brazos del antiguo régimen. Paradójicamente, al estallar
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